El 11 de agosto de cada año la Iglesia entera, y en especial la familia franciscana, honra a una gran mujer, una mujer de decisión firme, mujer de valor y fidelidad: Santa Clara de Asís.
Clara de Asís fue una joven que descubrió que para alcanzar la verdadera felicidad es necesario despojarse de todo, y no sólo de lo material, sino de todo lo que representa una carga pesada para el alma que le impide llegar a su creador. Los escritos de Clara de Asís son pocos, sus frases conocidas no son abundantes, pero cada una de sus líneas están llenas de una sabiduría divina y de una mor exorbitante que hace implícita para el lector la unión mística de Clara de Asís con el Rey y Señor Jesús.
Clara es una mujer apasionada, radical que amó y se dejó amar en tu totalidad. Es la Santa de la entrega generosa que encuentra alegría al vivir en santa pobreza y en castidad. Es la mujer que se desposa en un dulce pacto nupcial, es la santa que sigue a Jesús a pesar de las asperezas del camino. Clara, como su nombre lo dice, es un alma transparente, con una firmeza en sus decisiones y una convicción de llegar hasta el final, cueste lo que cueste. Pero sobre todo, Clara es Esposa del Señor. Su corazón arde de amor por aquel que se entregó por completo. Es la novia y esposa del cantar de los cantares, que busca al amado y se goza en su presencia. Clara de Asís es una reformadora, su regla cambió radicalmente la forma de vida de las mujeres consagradas y hasta el día de hoy muchas congregaciones, además de las Clarisas, siguen los pasos de pobreza, de humildad y castidad que tan profundamente han sido marcados por Clara.
Para nuestro Grupo de la Virgen y la Escuela de María es una alegría inmensa nombrar a Santa Clara de Asís modelo de amor y entrega generosa para todos nuestros miembros. Clara no es una Santa para mirar y poner en un altar, Clara es una santa cuya vida hay que imitar, cuyas virtudes hay que pedir con fervor hasta alcanzarlas, cuya fe y perseverancia merecen ser adquiridas al alto costo de la santa pobreza.
Alabado sea Jesucristo y su Santísima Madre la Virgen María.
10 de agosto de 2015
S. S. Benedicto XVI
MENSAJE CON OCASIÓN DEL VIII CENTENARIO
DE LA CONVERSIÓN Y CONSAGRACIÓN DE SANTA CLARA
(1 de abril de 2012, Domingo de Ramos)
.
Al venerado hermano Domenico Sorrentino,
Obispo de Asís - Nocera Umbra - Gualdo Tadino.
He sabido con alegría que, en esa diócesis, al igual que
entre los franciscanos y las clarisas de todo el mundo, se está recordando a
santa Clara con un «Año clariano», con ocasión del VIII centenario de su
«conversión» y consagración. Ese acontecimiento, cuya datación oscila entre
1211 y 1212, completaba, por así decirlo, «en femenino» la gracia que había
alcanzado pocos años antes la comunidad de Asís con la conversión del hijo de
Pietro Bernardone. Y, tal como le había ocurrido a Francisco, también en la
decisión de Clara se escondía el germen de una nueva fraternidad, la Orden
clarisa que, convertida en árbol robusto, en el silencio fecundo de los
claustros continúa esparciendo la buena semilla del Evangelio y sirviendo a la
causa del reino de Dios.
Esta alegre circunstancia me impulsa a volver idealmente
a Asís, para reflexionar con usted, venerado hermano, y con la comunidad a
usted confiada, e, igualmente, con los hijos de san Francisco y las hijas de
santa Clara, sobre el sentido de aquel acontecimiento, que de hecho también
interesa a nuestra generación, y es atractivo sobre todo para los jóvenes, a
los cuales se dirige mi afectuoso pensamiento con ocasión de la Jornada mundial
de la juventud, que este año, según la costumbre, se celebra en las Iglesias
particulares precisamente en este día del Domingo de Ramos.
La santa misma, en su Testamento, habla de su elección
radical de Cristo en términos de «conversión» (cf. TestCl 6-8). De este aspecto
quiero partir, como retomando el hilo del discurso desarrollado en referencia a
la conversión de Francisco el 17 de junio de 2007, cuando tuve la alegría de
visitar esa diócesis. La historia de la conversión de Clara gira en torno a la
fiesta litúrgica del Domingo de Ramos. En efecto, su biógrafo escribe: «Se acercaba
el día solemne de Ramos cuando la doncella, fervoroso el corazón, fue a ver al
varón de Dios, inquiriendo el qué y el cómo de su conversión. Ordénale el padre
Francisco que el día de la fiesta, compuesta y engalanada, se acerque a recibir
la palma mezclada con la gente y que, a la noche, saliendo de la ciudad,
convierta el mundano gozo en el luto de la pasión del Señor. Llegó el Domingo
de Ramos. La joven, vestida con sus mejores galas, espléndida de belleza entre
el grupo de las damas, entró en la iglesia con todos. Al acudir los demás a
recibir los ramos, Clara, con humildad y rubor, se quedó quieta en su puesto.
Entonces, el obispo se llegó a ella y puso la palma en sus manos» (LCl 7).
Habían pasado alrededor de seis años desde que el joven
Francisco había emprendido el camino de la santidad. En las palabras del
Crucifijo de san Damián -«Ve, Francisco, repara mi casa»- y en el abrazo a los
leprosos, rostro doliente de Cristo, había encontrado su vocación. De allí
había surgido el gesto liberador del «despojo de sus vestidos» ante la
presencia del obispo Guido. Entre el ídolo del dinero que le propuso su padre
terreno, y el amor de Dios que prometía llenarle el corazón, no había tenido
dudas, y con impulso había exclamado: «Desde ahora diré con libertad: Padre
nuestro, que estás en los cielos, y no padre Pietro Bernardone» (2 Cel 12). La
decisión de Francisco había desconcertado a la ciudad. Los primeros años de su
nueva vida estuvieron marcados por dificultades, amarguras e incomprensiones.
Pero muchos comenzaron a reflexionar. También la joven Clara, entonces
adolescente, fue tocada por aquel testimonio. Dotada de un notable sentido
religioso, fue conquistada por el «cambio» existencial de aquel que había sido
el «rey de las fiestas». Halló el modo de encontrarse con él y se dejó implicar
por su celo por Cristo. El biógrafo describe al joven convertido mientras
instruye a la nueva discípula: «El padre Francisco la exhorta al desprecio del
mundo; demostrándole con vivas expresiones la vanidad de la esperanza y el
engaño de los atractivos del siglo, destila en su oído la dulzura de su
desposorio con Cristo» (LCl 5).
Según el Testamento de santa Clara, antes incluso de
recibir a otros compañeros, Francisco había profetizado el camino de su primera
hija espiritual y de sus hermanas. De hecho, mientras trabajaba para la
restauración de la iglesia de San Damián, donde el Crucifijo le había hablado,
había anunciado que aquel lugar sería habitado por mujeres que glorificarían a
Dios con su santo estilo de vida (cf. TestCl 9-14; 2 Cel 13). El Crucifijo
original se encuentra ahora en la basílica de Santa Clara. Aquellos grandes
ojos de Cristo que habían fascinado a Francisco, se transformaron en el
«espejo» de Clara. No por casualidad el tema del espejo le resultará muy
querido y, en la IV carta a Inés de Praga, escribirá: «Mira atentamente a
diario este espejo, oh reina, esposa de Jesucristo, y observa sin cesar en él
tu rostro» (4CtaCl 15). En los años en que se encontraba con Francisco para
aprender de él el camino de Dios, Clara era una chica atractiva. El Poverello
de Asís le mostró una belleza superior, que no se mide con el espejo de la
vanidad, sino que se desarrolla en una vida de amor auténtico, tras las huellas
de Cristo crucificado. ¡Dios es la verdadera belleza! El corazón de Clara se
iluminó con este esplendor, y esto le dio la valentía para dejarse cortar la
cabellera y comenzar una vida penitente. Para ella, al igual que para
Francisco, esta decisión estuvo marcada por muchas dificultades. Aunque algunos
familiares no tardaron en comprenderla, e incluso su madre Ortolana y dos
hermanas la siguieron en su elección de vida, otros reaccionaron de manera
violenta. Su huida de casa, en la noche del Domingo de Ramos al Lunes Santo,
fue una aventura. En los días siguientes la buscaron en los lugares donde
Francisco le había preparado un refugio y en vano intentaron, incluso a la
fuerza, hacerla desistir de su propósito.
Clara se había preparado para esta lucha. Y si Francisco
era su guía, un apoyo paterno le venía también del obispo Guido, como sugiere
más de un indicio. Así se explica el gesto del prelado que se acercó a ella
para ofrecerle el ramo, como para bendecir su valiente elección. Sin el apoyo
del obispo, difícilmente se habría podido realizar el proyecto ideado por
Francisco y realizado por Clara, tanto en la consagración que esta hizo de sí
misma en la iglesia de la Porciúncula en presencia de Francisco y de sus
hermanos, como en la hospitalidad que recibió en los días sucesivos en el
monasterio de San Pablo de las Abadesas y en la comunidad del Santo Ángel de
Panzo, antes de la llegada definitiva a San Damián. Así, la historia de Clara,
como la de Francisco, muestra un rasgo eclesial particular. En ella se
encuentran un pastor iluminado y dos hijos de la Iglesia que se confían a su
discernimiento. Institución y carisma interactúan estupendamente. El amor y la
obediencia a la Iglesia, tan remarcados en la espiritualidad
franciscano-clariana, hunden sus raíces en esta bella experiencia de la comunidad
cristiana de Asís, que no sólo engendró en la fe a Francisco y a su «plantita»,
sino que también los acompañó de la mano por el camino de la santidad.
Francisco había visto bien la razón para sugerir a Clara
la huida de casa al inicio de la Semana Santa. Toda la vida cristiana, y por
tanto también la vida de especial consagración, son un fruto del Misterio
pascual y una participación en la muerte y en la resurrección de Cristo. En la
liturgia del Domingo de Ramos dolor y gloria se entrelazan, como un tema que se
irá desarrollando después en los días sucesivos a través de la oscuridad de la
Pasión hasta la luz de la Pascua. Clara, con su elección, revive este Misterio.
El día de Ramos recibe, por decirlo así, su programa. Después entra en el drama
de la Pasión, despojándose de su cabellera, y con ella renunciando por completo
a sí misma para ser esposa de Cristo en la humildad y en la pobreza. Francisco
y sus compañeros ya son su familia. Pronto llegarán hermanas también desde
lejos, pero los primeros brotes, como en el caso de Francisco, despuntarán
precisamente en Asís. Y la santa permanecerá siempre vinculada a su ciudad,
mostrándolo especialmente en algunas circunstancias difíciles, cuando su
oración ahorró a la ciudad de Asís violencia y devastación. Dijo entonces a las
hermanas: «Hijas carísimas, recibimos a diario muchos bienes de esta ciudad;
sería gran ingratitud si, en el momento en que lo necesita, no la socorremos en
la medida de nuestras fuerzas» (LCl 23).
En su significado profundo, la «conversión» de Clara es
una conversión al amor. Ella ya no llevará nunca los vestidos refinados de la
nobleza de Asís, sino la elegancia de un alma que se entrega totalmente a la
alabanza de Dios. En el pequeño espacio del monasterio de San Damián,
contemplado con afecto conyugal en la escuela de Jesús Eucaristía, se irán
desarrollando día tras día los rasgos de una fraternidad regulada por el amor a
Dios y por la oración, por la solicitud y por el servicio. En este contexto de
fe profunda y de gran humanidad Clara se convierte en fiel intérprete del ideal
franciscano, implorando el «privilegio» de la pobreza, o sea, la renuncia a
poseer bienes incluso sólo comunitariamente, que desconcertó durante largo
tiempo al mismo Sumo Pontífice, el cual al final se rindió al heroísmo de su
santidad.
¿Cómo no proponer a Clara, junto a Francisco, a la
atención de los jóvenes de hoy? El tiempo que nos separa de la época de estos
dos santos no ha disminuido su atractivo. Al contrario, se puede ver su
actualidad si se compara con las ilusiones y las desilusiones que a menudo
marcan la actual condición juvenil. Nunca un tiempo hizo soñar tanto a los
jóvenes, con los miles de atractivos de una vida en la que todo parece posible
y lícito. Y, sin embargo, ¡cuánta insatisfacción existe!, ¡cuántas veces la
búsqueda de felicidad, de realización, termina por desembocar en caminos que
llevan a paraísos artificiales, como los de la droga y de la sensualidad
desenfrenada! También la situación actual con la dificultad para encontrar un
trabajo digno y formar una familia unida y feliz, añade nubes al horizonte. No
faltan, sin embargo, jóvenes que, incluso en nuestros días, recogen la
invitación a fiarse de Cristo y a afrontar con valentía, responsabilidad y
esperanza el camino de la vida, también realizando la elección de dejarlo todo
para seguirlo en el servicio total a él y a los hermanos. La historia de Clara,
junto a la de Francisco, es una invitación a reflexionar sobre el sentido de la
existencia y a buscar en Dios el secreto de la verdadera alegría. Es una prueba
concreta de que quien cumple la voluntad del Señor y confía en él no sólo no
pierde nada, sino que encuentra el verdadero tesoro capaz de dar sentido a
todo.
A usted, venerado hermano, a esa Iglesia que tiene el
honor de haber dado origen a Francisco y a Clara, a las clarisas, que muestran
diariamente la belleza y la fecundidad de la vida contemplativa, en apoyo del
camino de todo el pueblo de Dios, y a los franciscanos de todo el mundo, a
tantos jóvenes que andan buscando y necesitan luz, entrego esta breve
reflexión. Espero que contribuya a hacer redescubrir cada vez más estas dos
figuras luminosas del firmamento de la Iglesia. Con un saludo especial a las
hijas de Santa Clara del Protomonasterio, de los demás monasterios de Asís y
del mundo entero, imparto de corazón a todos mi bendición apostólica.
S. S. Benedicto XVI
SANTA CLARA DE ASÍS
La Iglesia debe mucho a las mujeres
(Catequesis en la audiencia general
del miércoles 15 de septiembre de 2010)
.
Queridos hermanos y hermanas:
Una de las santas más queridas es sin duda santa Clara de
Asís, que vivió en el siglo XIII, contemporánea de san Francisco. Su testimonio
nos muestra cuánto debe la Iglesia a mujeres valientes y llenas de fe como
ella, capaces de dar un impulso decisivo para la renovación de la Iglesia.
¿Quién era Clara de Asís? Para responder a esta pregunta
contamos con fuentes seguras: no sólo las antiguas biografías, como la de Tomás
de Celano, sino también las Actas del proceso de canonización promovido por el
Papa sólo pocos meses después de la muerte de Clara y que contiene los
testimonios de quienes vivieron a su lado durante mucho tiempo.
Clara nació en 1193, en el seno de una familia
aristocrática y rica. Renunció a la nobleza y a la riqueza para vivir humilde y
pobre, adoptando la forma de vida que proponía Francisco de Asís. Aunque sus
parientes, como sucedía entonces, estaban proyectando un matrimonio con algún
personaje de relieve, Clara, a los 18 años, con un gesto audaz inspirado por el
profundo deseo de seguir a Cristo y por la admiración por Francisco, dejó su
casa paterna y, en compañía de una amiga suya, Bona de Guelfuccio, se unió en
secreto a los Frailes Menores en la pequeña iglesia de la Porciúncula. Era la
noche del domingo de Ramos de 1211. En la conmoción general, se realizó un
gesto altamente simbólico: mientras sus compañeros empuñaban antorchas
encendidas, Francisco le cortó su cabello y Clara se vistió con un burdo hábito
penitencial. Desde ese momento se había convertido en virgen esposa de Cristo,
humilde y pobre, y se consagraba totalmente a él. Como Clara y sus compañeras,
innumerables mujeres a lo largo de la historia se han sentido atraídas por el
amor a Cristo que, en la belleza de su divina Persona, llena su corazón. Y toda
la Iglesia, mediante la mística vocación nupcial de las vírgenes consagradas,
se muestra como lo que será para siempre: la Esposa hermosa y pura de Cristo.
En una de las cuatro cartas que Clara envió a santa Inés
de Praga, la hija del rey de Bohemia, que quiso seguir sus pasos, habla de
Cristo, su Esposo amado, con expresiones nupciales, que pueden ser
sorprendentes, pero conmueven: «Amándolo, eres casta; tocándolo, serás más
pura; dejándote poseer por él eres virgen. Su poder es más fuerte, su
generosidad más elevada, su aspecto más bello, su amor más suave y toda gracia
más fina. Ya te ha estrechado en su abrazo, que ha adornado tu pecho con
piedras preciosas… y te ha coronado con una corona de oro grabada con el signo
de la santidad» (1CtaCla 8-11).
Para Clara, sobre todo al principio de su experiencia
religiosa, Francisco de Asís no sólo fue un maestro cuyas enseñanzas seguir,
sino también un amigo fraterno. La amistad entre estos dos santos constituye un
aspecto muy hermoso e importante. De hecho, cuando dos almas puras y
enardecidas por el mismo amor a Dios se encuentran, la amistad recíproca supone
un estímulo fortísimo para recorrer el camino de la perfección. La amistad es
uno de los sentimientos humanos más nobles y elevados que la gracia divina
purifica y transfigura. Al igual que san Francisco y santa Clara, también otros
santos han vivido una profunda amistad en el camino hacia la perfección
cristiana, como san Francisco de Sales y santa Juana Francisca de Chantal.
Precisamente san Francisco de Sales escribe: «Es hermoso poder amar en la
tierra como se ama en el cielo, y aprender a quererse en este mundo como
haremos eternamente en el otro. No hablo aquí del simple amor de caridad,
porque ese deberíamos sentirlo hacia todos los hombres; hablo de la amistad
espiritual, en el ámbito de la cual dos, tres o más personas se intercambian la
devoción, los afectos espirituales y llegan a ser realmente un solo espíritu»
(Introducción a la vida devota, III, 19).
Después de pasar algunos meses en otras comunidades
monásticas, resistiendo a las presiones de sus familiares, que inicialmente no
aprobaron su elección, Clara se estableció con sus primeras compañeras en la
iglesia de San Damián, donde los frailes menores habían arreglado un pequeño
convento para ellas. En aquel monasterio vivió más de cuarenta años, hasta su
muerte, acontecida en 1253. Nos ha llegado una descripción de primera mano de
cómo vivían estas mujeres en aquellos años, en los inicios del movimiento
franciscano. Se trata de la relación admirada de un obispo flamenco de visita a
Italia, Jacobo de Vitry, el cual afirma que encontró a un gran número de
hombres y mujeres, de todas las clases sociales, que, «dejándolo todo por
Cristo, huían del mundo. Se llamaban Frailes Menores y Hermanas Menores, y el
Papa y los cardenales los tienen en gran consideración… Las mujeres… viven
juntas en varias casas, no lejos de las ciudades. No reciben nada, sino que
viven del trabajo de sus propias manos. Y se sienten profundamente afligidas y turbadas,
porque clérigos y laicos las honran más de lo que quisieran» (Omaechevarría,
Escritos de Santa Clara, BAC, 1999, pp. 35-36).
Jacobo de Vitry captó con perspicacia un rasgo
característico de la espiritualidad franciscana al que Clara fue muy sensible:
la radicalidad de la pobreza, unida a la confianza total en la Providencia
divina. Por este motivo, ella actuó con gran determinación, obteniendo del Papa
Gregorio IX o, probablemente, ya del Papa Inocencio III, el llamado Privilegium
paupertatis, «Privilegio de la pobreza» (ibid., 234-237). De acuerdo con este
privilegio, Clara y sus compañeras de San Damián no podían poseer ninguna
propiedad material. Se trataba de una excepción verdaderamente extraordinaria
respecto al derecho canónico vigente, y las autoridades eclesiásticas de aquel
tiempo lo concedieron apreciando los frutos de santidad evangélica que
reconocían en el modo de vivir de Clara y de sus hermanas. Esto demuestra que
en los siglos de la Edad Media el papel de las mujeres no era secundario, sino
considerable. Al respecto, conviene recordar que Clara fue la primera mujer en
la historia de la Iglesia que compuso una Regla escrita, sometida a la
aprobación del Papa, para que el carisma de Francisco de Asís se conservara en
todas las comunidades femeninas que ya se iban fundando en gran número en su
tiempo y que deseaban inspirarse en el ejemplo de Francisco y de Clara.
En el convento de San Damián Clara practicó de modo
heroico las virtudes que deberían distinguir a todo cristiano: la humildad, el
espíritu de piedad y de penitencia, y la caridad. Aunque era la superiora, ella
quería servir personalmente a las hermanas enfermas, dedicándose incluso a
tareas muy humildes, pues la caridad supera toda resistencia y quien ama hace
todos los sacrificios con alegría. Su fe en la presencia real de la Eucaristía
era tan grande que, en dos ocasiones, se verificó un hecho prodigioso. Sólo con
la ostensión del Santísimo Sacramento, alejó a los soldados mercenarios
sarracenos, que estaban a punto de atacar el convento de San Damián y de
devastar la ciudad de Asís.
También estos episodios, como otros milagros, cuyo
recuerdo se conservaba, impulsaron al Papa Alejandro IV a canonizarla en 1255,
sólo dos años después de su muerte, elogiándola en la bula de canonización, en
la que se lee: «¡Cuán intensa es la potencia de esta luz y qué fuerte el
resplandor de esta fuente luminosa! En verdad, esta luz se mantenía encerrada
en el ocultamiento de la vida claustral y fuera irradiaba fulgores luminosos;
se recogía en un angosto monasterio, y fuera se expandía en todo el vasto
mundo. Se custodiaba dentro y se difundía fuera. Clara, en efecto, se escondía;
pero su vida se revelaba a todos. Clara callaba, pero su fama gritaba» (ibid.,
118). Y es exactamente así, queridos amigos: son los santos quienes cambian el
mundo a mejor, lo transforman de modo duradero, introduciendo las energías que
sólo el amor inspirado por el Evangelio puede suscitar. Los santos son los
grandes bienhechores de la humanidad.
La espiritualidad de santa Clara, la síntesis de su
propuesta de santidad está recogida en la cuarta carta a santa Inés de Praga.
Santa Clara utiliza una imagen muy difundida en la Edad Media, de ascendencias
patrísticas: el espejo. E invita a su amiga de Praga a reflejarse en ese espejo
de perfección de toda virtud que es el Señor mismo. Escribe: «Feliz,
ciertamente, aquella a la que se concede gozar de estas sagradas nupcias, para
adherirse desde lo más hondo del corazón a aquel [a Cristo] cuya belleza
admiran incesantemente todos los dichosos ejércitos de los cielos, cuyo afecto
apasiona, cuya contemplación conforta, cuya benignidad sacia, cuya suavidad
colma, cuyo recuerdo resplandece suavemente, cuyo perfume devuelve los muertos
a la vida y cuya visión gloriosa hará bienaventurados a todos los ciudadanos de
la Jerusalén celestial. Y, puesto que él es esplendor de la gloria, candor de
la luz eterna y espejo sin mancha, mira cada día este espejo, oh reina esposa
de Jesucristo, y escruta continuamente en él su rostro, para que de ese modo
puedas adornarte toda por dentro y por fuera… En este espejo refulgen la
bienaventurada pobreza, la santa humildad y la inefable caridad» (4CtaCla
9-18).
Agradeciendo a Dios que nos da a los santos que hablan a
nuestro corazón y nos ofrecen un ejemplo de vida cristiana a imitar, quiero
concluir con las mismas palabras de bendición que santa Clara compuso para sus
hermanas y que todavía hoy custodian con gran devoción las Clarisas, que
desempeñan un papel precioso en la Iglesia con su oración y con su obra. Son
expresiones en las que se muestra toda la ternura de su maternidad espiritual:
«Os bendigo en vida y después de mi muerte, como puedo y más de cuanto puedo,
con todas las bendiciones con las que el Padre de las misericordias bendice y
bendecirá en el cielo y en la tierra a sus hijos e hijas, y con las que un
padre y una madre espiritual bendicen y bendecirán a sus hijos e hijas
espirituales. Amén» (BenCla 11-13).
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua
española, del 19-IX-2010]
Excelente.
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