Al hablar de la adoración eucarística, se podría utilizar
aquella frase del evangelio de San Juan: “El Maestro está ahí y te llama” (Juan
11, 28). Es algo que le dice Marta a María en un momento muy difícil para ellas
pues acababan de perder a su hermano Lázaro. En medio de ese dolor, las dos ven
en Jesús al único consuelo, y Marta, después de hablar con Jesús, hacer un acto
de fe (Cf Juan 11, 27) y salir reconfortada, quiere que su hermana comparta la
alegría y la paz que le ha dejado su conversación con el Maestro. Nosotros
podemos decir lo mismo: “El Maestro está en la Eucaristía y desde ahí nos
llama”. Jesucristo está realmente presente en la Eucaristía como alimento y
apoyo en nuestro peregrinar hacia el Padre. Él es también nuestro único
consuelo en muchos momentos de nuestra vida y también nos pide un acto de fe
para reconocerlo en el pan que se expone a nuestra vista. Si con sinceridad lo
buscamos a Él por encima de todo, podemos decir que también hemos elegido la
mejor parte, que nunca nos será quitada.
La Adoración Eucarística se considera unida siempre a la
Santa Misa, como prolongación de ella, y constituye una de las formas de culto
más importantes de la vida de la Iglesia; incluso hay congregaciones religiosas
que se dedican exclusivamente a la adoración eucarística perpetua, mujeres que
consagran toda su vida a orar ante Jesús Sacramentado. Desde el inicio de la
historia de la Iglesia, había una conciencia clara de la presencia de Cristo en
las especies eucarísticas, pero fue desde el siglo XI cuando comenzó la
adoración eucarística tal y como la vivimos hoy en nuestras comunidades. En
1264, Urbano IV, con la bula Transiturus, extendió a todo el mundo la fiesta
del “Corpus Christi”. En 1279, en Colonia, Alemania, se celebró la primera
procesión eucarística. Los primeros datos que tenemos de la exposición de la
Eucaris-tía en un ostensorio aparecen en el relato de la vida de santa Dorotea
(1394), pero parece que ya para entonces era una costumbre bastante extendida
en la Iglesia. A finales del siglo XVII, la devoción al Sagrado Corazón,
promovida por San Juan Eudes (1680) y Santa Margarita María Alacoque (1690),
desarrolló mucho el culto a la Eucaristía con la comunión de los nueve primeros
meses precedida de la “Hora santa”, que consistía en una hora de adoración ante
Jesucristo Eucaristía. Santa Margarita María Alacoque escuchó aquella frase del
Corazón de Jesús: “Al menos tú, ámame”, que es un llamado a no dejar solo a
Jesucristo, presente en la Sagrada Hostia y a corresponder a su amor con
nuestra vida cotidiana.
Si Cristo está realmente presente en la Iglesia de modo
permanente en las Sagradas Especies, es deber de los cristianos rendirle un
culto de adoración y agrade-cerle el inmenso beneficio de su don (Cf Concilio
de Trento, Dz 878 y 888). Por eso, la Iglesia, en su disciplina, establece que
la Eucaristía se custodie en el lugar más noble del templo, en aquel que
atraiga más rápidamente la atención de los que entran en la iglesia, y en el
más cómodo para la veneración y el culto eucarístico porque se debe hacer todo
lo posible para facilitar a los fieles la devoción y las visitas al Santísi-mo
Sacramento (Cf Pio XII a los congresistas de Asís, 22-IX-1956). “El sagrario en
el que se reserva la Santísima Eucaristía ha de estar colocado en una parte de
la iglesia u oratorio verdaderamente noble, destacada, convenientemente
adornada y apropiada para la oración” (Código de Derecho Canónico 938).
La Eucaristía debe ser el punto de referencia de la mente
y el corazón de todos los cristianos, el lugar de encuentro con Cristo y con
los demás hermanos, la fuente de la caridad y el fundamento de la unidad de la
Iglesia.
La adoración eucarística es un momento de intimidad, de
confianza, de amistad con Jesucristo, el Redentor, el Amigo, el Hermano, el
Compañero en nuestro peregri-nar hacia la vida eterna. En estos ratos de
oración ante Jesucristo presente en las Sagradas Especies, es necesario actuar
interiormente la fe en la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento
de la Eucaristía, la esperanza, la caridad, darse cuenta de que su presencia
ahí, en el pan, es un gesto de amor personal a cada hombre, a ti. El Maestro
está presente y te llama. Es el instante oportuno para renovar los propósitos
de santidad y de respuesta generosa al amor de Dios. La adoración a Cristo es
también acompañarlo con sentimientos de reparación por los propios pecados y
por los de todos los hombres y hacer nuestros los sentimientos más profundos de
Jesús.
Ir al Sagrario, asistir a la adoración eucarística
solemne o visitar los “monumentos” durante la Semana Santa, es ir a dialogar
cordialmente con Cristo, desde lo más profundo del corazón. Es hacer un acto de
presencia ante el Redentor, poner en sus manos los esfuerzos y la voluntad de
corresponder a su gracia para buscar la santi-dad. Es aprender las lecciones
que nos da Jesucristo desde el Sacramento de la Eucaristía, su humildad, su generosidad
en la entrega. De esos contactos con Jesu-cristo en la Eucaristía deben brotar
la gratitud, el aliento en la lucha de cada día (Cf Job 7, 1), la confianza y
la alegría de estar con Él, el deseo de imitarlo en la acepta-ción de la
voluntad del Padre y en su entrega a la salvación de los demás. Por ello, este
tipo de visitas no pueden convertirse en un acto rutinario, frío y desprovisto
de sentido, que ni siquiera toque la periferia de nuestras vidas.
La adoración eucarística puede ser también solemne,
cuando se expone la Sagrada Hostia en el ostensorio. Este acto de culto se
puede hacer en cualquier templo en el que se conserve la Eucaristía. Lo hace el
diácono o el sacerdote que toman la Sagrada Forma del Sagrario y la colocan en
un ostensorio desde el cual puedan verla los fieles. Se presenta a la adoración
de los presentes durante un tiempo considerable en el que se puede tener un
rato de oración en silencio o una lectura bíblica con explicación, cantos
eucarísticos u oraciones por diversas necesidades. Al final, el obispo, el
sacerdote o el diácono imparten la bendición con el Santísimo Sacramento; sin
embargo, no está permitida la exposición que se hace sólo para dar la bendición
eucarística.
En los grupos de nuestra arquidiócesis, donde se hace adoración
eucarística frecuente, busquen convertir esos encuentros en un momento de
oración por toda la Iglesia. Hagan una fervorosa oración de súplica al Padre,
Dios Omnipotente, unidos a Jesucristo, por la Iglesia, por el Papa, por los
Obispos y los sacerdotes, por las vocaciones sacerdotales, por la salvación de
los hombres y por todos los hermanos que sufren persecución, encarcelamiento,
pobreza, enfermedades, penas morales. Arranquen con su oración la misericordia
de Dios Omnipotente. Mediten el Evangelio ante el Santísimo Sacramento,
expresen en sus oraciones públicas los sentimientos de fe en Jesucristo, Hijo
de Dios vivo y Salvador de los hombres (Cf Juan 3, 17); de esperanza en Él
pidiéndole su ayuda de Amigo fiel y Dios Todopoderoso, que todo lo alcanza; y
de amor a Jesucristo por ser quien es y por los dones que nos ha entrega-do: la
creación, la redención, la vocación al amor. Fomenten mucho estos grupos de
adoración que son siempre una abundante fuente de crecimiento espiritual y de
frutos para la Iglesia.
Si nuestras obligaciones nos impiden asistir al Sagrario
y encontrarnos con Jesucristo en la Eucaristía, podemos mantener la unión con
Él a través de las “comuniones espirituales”. Las comuniones espirituales son
momentos de unión con Cristo presente en el Sagrario hechas en cualquier
circunstancia y siempre con el deseo de recibirlo sacramentalmente. Son actos
de amor sencillos que ayudan a dar a cada instante del día un sentido
sobrenatural y a vivir las cosas más cotidianas muy unido al amor de Dios.
Fuente: catholic.net
http://es.catholic.net/op/articulos/16898/cat/678/la-adoracion-eucaristica.html
0 comentarios :
Publicar un comentario