Luego de
haber transcurrido los cuarenta días de la cuaresma, en que la Iglesia nos
propone meditar en nuestra conversión personal y comunitaria para vivir
plenamente el Santo Triduo Pascual, y después de vivir con intensidad la Semana
Santa en que conmemoramos la pasión, muerte y resurrección de Jesús llega la
alegría desbordante de la Pascua de Resurrección. La iglesia entera se regocija
al celebrar el triunfo de Jesús sobre la muerte, la derrota del pecado, pero
sobre todo celebramos gozosos la misericordia infinita de “aquel que nos amó y
se entregó por nosotros” (Gálatas 2, 20)
La misma
noche de la Vigilia Pascual en que la Iglesia celebra el triunfo de Jesús sobre
la muerte, todos cantamos junto al salmista “dad gracias al Señor porque es
bueno, porque es eterna su misericordia” (salmo 117) con unos versos de gran
belleza que invitan a todo el pueblo de Dios, junto a la casa de Israel y de
Aarón, a gritad y exultad con júbilo la misericordia infinita del Buen Dios. Y
es que el tema de la Misericordia tiene especial predominancia durante el tiempo
pascual, lo proclamamos en los salmos de los domingos de pascua y los
evangelios, en cada aparición del Señor Resucitado a sus discípulos, no hacen más
que hablar de la misericordia de Dios. Y aún más, la Iglesia celebra cada
segundo domingo de Pascua la Fiesta de Misericordia, instituida por el ahora
Santo Juan Pablo II.
El verdadero
triunfo de Jesús no solo es haber vencido a la muerte,” y el último enemigo que
será derrotado es la muerte” (1 Cor 15, 26) sino hacer que el mar de
misericordia se desborde para todos, sin excepciones. La Pascua es por ende un
llamado a vivir bajo la sombra de la misericordia atendiendo el llamado de Jesús
“Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso” (Lc 6,
36-38.) Es de nosotros la tarea durante la Pascua, de abrirnos a esa
misericordia y dejar que penetre todo desde lo más superficial hasta nuestras
entrañas. No solo esperar misericordia por nuestras debilidades, sino ver a los
demás con ojos de misericordia a como lo pedimos a Nuestra Señora “vuelve a
nosotros esos tus ojos misericordiosos” y encontrar en cada hermano a Jesús
sufriente pero también a un Jesús vivo que puede resucitar al escuchar un
palabra, un gesto de cariño, una sonrisa de nuestra parte.
Cuando Jesús
le ordena a Santa Faustina que pinte una imagen, le es muy específico que esa
imagen es el recipiente para ir a la fuente de misericordia “ofrezco a los
hombres un recipiente con el que han de venir a la fuente de la Misericordia
para recoger gracias. Ese recipiente es esta imagen con la firma: Jesús, en Vos
confío.” Sin embargo, Jesús pide ser imágenes vivas de su misericordia, vivir
el evangelio, actuar con humildad, amar a los hermanos, es ahí cuando realmente
nosotros nos convertimos en recipientes para poder ir a la fuente y llenarnos
de esa misericordia que se comparte.
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